San Bartolo, como así lo llaman los vecinos de forma cariñosa, es uno de esos caseríos integrados en la llamada España despoblada.
Está rodeado de montañas, al fondo en lo más alto, en una dirección, Peña Negra y el Hornillo (junto a la actual estación de esquí de La Covatilla), en la otra, el Pico de Neila.
A pesar de su escasa población, ha mantenido intactas sus esencias: las casas de piedra y adobe, las fachadas de teja, la plaza Mayor con su gran álamo a modo de icono del pueblo.
La iglesia en honor del Santo que le da el nombre, la ermita de San Marcos, 4 pilones de piedra donde abrevaba el ganado, un arroyo que atraviesa el casco urbano y se pierde en la huertas y prados del entorno. Y sobre todo, un gran caudal de agua que viene desde la sierra, abastece el pueblo y se desparrama de múltiples maneras por regueros, fuentes, pozos y manantiales.
Hay rutas, senderos y estrechas carreteras rurales, que salen de San Bartolomé de Béjar y se comunican con pueblos vecinos. Muchas excursiones saludables, entre castaños, robles, huertas, pastizales con sus cercados de piedra donde todavía se pueden contemplar las vacas, animales tan familiares en la zona. Restos casi abandonados, de lo que un día fueron pueblos dedicados a la ganadería y la agricultura y que hoy sufren el problema de la despoblación pero mantienen su encanto y atractivos intactos.
Lo mejor es “perderse” `por cualquiera de ellos y disfrutar de las sorpresas.
Actualmente son muchas las personas que han recuperado la memoria y las esencias de los que un día, hace muchos años fue “su pueblo”, antes de emigrar hacia las grandes ciudades en busca de mejor futuro. Para ello, han restaurado la casa de los abuelos o construido una nueva en lo que fue una huerta. Lo cierto es que en invierno son pocos los vecinos que quedan, pero el verano y las vacaciones se llena de gente y muy especialmente de jóvenes y chiquillería que quieren vivir la experiencia de la vida rural.